miércoles, 4 de julio de 2012

Crónica


Compremos unos dólares

El microcentro porteño estallaba de actividad. Era la 1 del mediodía de un miércoles cualquiera y, como hormiguitas en hileras, las personas recorrían las aceras angostas y abarrotadas de las aledañas a peatonales como Florida y Lavalle. Manzanas cosmopolitas que nuclean diariamente gente de distintos lugares y de distintas ocupaciones
     Es en las avenidas donde la actividad bancaria encontró su nicho, instalándose allí las entidades financieras más grandes y las casas matrices de los bancos más antiguos del país. Lo que hay en el centro es plata. Y poder. Todo legal. Donde se juntan esas cosas siempre aparece la alternativa, un poco menos legal pero de dominio popular. Ejemplo de ello son las cuevas de cambio.
     Cerca de la esquina de Sarmiento y Reconquista, una de ellas invitaba a los transeúntes a pasar y adquirir divisas. No se escuchaba el constante y potente pregoneo que hace unos meses. En la puerta, un hombre de unos 40 años sostenía un cartel tamaño A4 que decía: “Dólares –y abajo- Compra-Venta”. Adentro, en un espacio de tres metros por uno probablemente, un mostrador de metal hasta el metro y medio desde el piso y un vidrio en la parte superior. Detrás del vidrio había un monitor, un señor apenas más joven que el de la puerta y un silencio sepulcral, pese al ajetreo en el exterior. “Te vale cinco pesos con treinta”, “te cambio hasta mil”, “20% de comisión” fue lo que respondió. Básicamente, adquirir mil dólares costaría $5300 más, o $1060 de comisión, o U$S 200. La gentileza del caballero al explicar que se podía pagar la comisión en cualquier divisa fue excepcional, y una sonrisa se le dibujaba mientras articulaba los números.
     A cuatro cuadras de ahí, en San Martín y Tucumán, había otra cueva. La fachada era similar y a diez metros de la puerta otro caballero sostenía otro cartel: “U$S – C/V (compra/venta)”. Nuevamente, sólo un mostrador, metálico en la parte inferior, vidriado por encima, la computadora y el cajero. Esta vez, por $5,12 y la misma comisión (ahora sólo cancelable en pesos) podría cambiar hasta dos mil. Los gestos del cajero se veían apenas a través del vidrio semi opaco, lleno de viejos carteles arrancados y marcas de pegamento.
     En una galería en Suipacha y Viamonte había otra. Para llegar hubo que descender por la boca de la galería algo así como un metro y medio, cruzar por la puerta de un café y llamar a la puerta vidriada del local que dice: “Cambio”. Todas las paredes del negocio estaban cubiertas con contact negro salvo en la puerta una franja horizontal sin cubrir de 20cm de ancho, a la altura de la cintura. Cinco cuarenta costaba cada dólar, 18% de comisión y hasta dos mil. Sin mostrador, sólo había sobre un escritorio de oficina una calculadora y un cuaderno.
HG es un gran importador de telas. Administra varios mayoristas en la zona de once y produce en talleres propios géneros para exportación. “En el país hay plata -aseguraba mientras la secretaria servía dos cafés- Mucha plata negra”. El despacho G abundaba en muebles de madera oscura, una mesa magníficamente labrada y de casi dos metros, cubierta por un mantón verde oscuro, estanterías, cuadros y fotos. Un ventanal lo comunicaba con un patio privado de tres metros de ancho por tres de largo, con luz natural y varias plantas y árboles en saludable forma. “Andá a ver a este tipo, yo le aviso que pasás”, dijo.
     Avenida de Mayo –el regreso a las avenidas-. La operación cambiaria fuera del marco “legaloide” cambió de tono. En la entrada del edificio un agente de seguridad tomaba el número de documento de todos los que entraban en calidad de visitantes: chicos de reparto, cadetes, amistades, clientes, cobradores, técnicos. En el segundo piso sólo había dos oficinas: un estudio de abogados (por lo que decía la chapa en la entrada) y otra, sin rótulo, con un número 8 de bronce y un portero eléctrico. Luego de tocar, una agradabilísima secretaria en sus 30 abrió y ofreció asiento con la mano, señalando una hilera de butacas. “Voy a avisarle al Sr. F”.
     La oficina del Sr. F era pequeña pero acogedora, con cierto toque femenino del cual, seguramente, estaba a cargo la señorita de la recepción. Si bien no había una gota de tensión en el ambiente, se podía notar que en algunos momentos la había habido. “Allá manejan mucho caudal, vas a ver, pero de otra forma”, había advertido HG. Quizás era por esa sugestión, pero se notaba. Era algo difícil de explicar. Era un lugar demasiado tranquilo en sí, pero cuando hay dinero sobre la mesa, y más en cantidad, la gente se transforma. Todos sus ahorros, papelitos, sobre la mesa. Es lógico.
     Sin embargo, la calidez del Sr. F a la hora de explicar el negocio era maravillosa. Con explicaciones políticas, económicas y sociales matizaba la conversación que de haber sido repetida tantas veces ya hasta tenía su propia tonada y era inmune a las interrupciones: “Yo no soy una casa de cambio. Yo tengo dólares. Si no los tengo, los consigo. Pero vos nunca te vas a enterar. Yo te vendo mis dólares. No te cobro comisión, pero porque no me venís a comprar cinco mil. Vos venís acá para comprar los dólares para tu casa, para tus deudas, para tus apuestas.” Dio dos ejemplos: uno inmobiliario y otro sobre un negocio que salió mal. Continuó y cerró con una frase tan simple que asusta: “El precio lo pongo yo. Y depende qué tan bien parado te vea. Siempre entre seis y siete pesos”.
     Mientras se levantaba, terminada la reunión, corroboró que su nombre no figuraba en los apuntes y pidió un seudónimo: “¿Cómo quiere llamarse?”, “F, por Franklin”.

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