viernes, 8 de junio de 2012

Cuento: Cornudo y asesino


El divorcio no le sentaba bien. Miriam había tomado la decisión por ambos y “ambos” estaban de acuerdo.
De camino a la oficina de su abogado, Carlos se repite que es una malnacida, le había mentido y él le había creído como un ciego a su lazarillo. Había sido un idiota confiado. El letrado lo recibe detrás de un escritorio de madera oscura con algunos apliques en terciopelo verde navidad y lo saluda con un seguro y firme apretón de manos:
 -¿Cómo lo encuentro?, dice mientras busca los ojos tristes de su cliente.
  -Para el culo, doctor, ¿qué le parece?
 -Vamos, Carlos, que no es para tanto-.Intenta inútilmente calmarlo.
   El motivo no era para nadie secreto.
 -¡Me hizo cornudo!
 -Usted me quiere decir que ella cometió adulterio, ¿verdad?
 -Ningún adulto… ¡se acostó un pendejo!
 -Eso, en lenguaje legal, corresponde a una figura que se llama  “adulterio”, independientemente con quién lo hayan cagado.
 -Llámelo como quiera, yo le digo hijaputez.
  No tiene mayor caso seguir transcribiendo ese diálogo, ya que así sigue. Carlos habla con su abogado hilando insultos contra su mujer y el abogado molesta con el tic tic de las teclas que presiona rítmicamente en la computadora, mientras un cigarrillo se consume sobre el cenicero del escritorio. Hasta este punto.
-Doctor, usté es mi boga, ayúdeme. Ya bastante con las guampas y ahora me quiere sacar la casa y el coche…
-Relajese, Carlos, que en estos casos casi siempre suele llegarse a un arreglo entre las partes antes de que sea todo tan drástico.
 “Las partes”. Esas palabras perforan el oído de Carlos, al punto que ya él mismo se reconoce incapaz de tratar a su recientemente declarada ex-mujer como una persona. Tampoco soporta que su defensor, aquel a quien él le paga para conservar lo que cree suyo le hable de ella con tanta personería, como si tuviera sentimientos.
-No quiero ni escuchar su nombre, doctor, por favor…
-Pero entenderá que no puedo poner “Puta” en el legajo, ¿no? –advierte entre risas.
-Bueno, bueno, sólo le pido entonces que no mencione su nombre. No es mucho pedir y con lo que me está cobrando bien podría yo ni estar aquí. Que dicho sea de paso, tengo que ir volviendo al trabajo…
-Carlos, está usted exagerando ya…
    Al escuchar esas palabras, Carlos pierde el temple y se larga a llorar. Entre lágrimas maldijo su suerte con el clásico “porqué a mi”…
-No se preocupe –le dice el frío jurista- le pasa a todos lo mismo y siempre es igual.
 -¿Qué quiere decir?
 -Quiero decir que hoy en día, de la muerte y de los cuernos no se salva nadie, don Carlos. Usted puede llevar casado toda su vida que, o es un ignorante, o está aquí llenando los papeles. Sigamos con el legajo.
 -No quiero –responde como un niño mientras su cabeza trata de volver a la habitación. Se había alejado demasiado.
 -¿Usted alguna vez cometió un acto de infidelidad?
  La cara del ahora niño se transforma hasta quedar como una mueca traviesa, desorbitadamente exagerada y rozando la perversidad. El abogado aleja la mirada del monitor para observar el rostro de su cliente, en cuyos ojos encuentra una respuesta a su pregunta.
-¿Por qué sonríe, Carlos? Si tiene algo para decirme, creo que éste sería el momento. Para poder hacerlo fuerte en el litigio necesito saber con quién estoy tratando.
 -No doctor, es sólo que hay algo que me resulta gracioso.
 -Lo escucho…
 -Lo que usted dijo antes, de la muerte y de los cuernos, que no se salva nadie..
 -¿Y bien? – no entiende a dónde estaba yendo la conversación ni por qué se habría quedado con esa frase en la cabeza.
 -Pues eso, nada más. Ahora tengo que volver al trabajo. Mañana regreso para terminar de una vez con esto, si le parece bien.
   A la mañana siguiente es descubierto muerto el cuerpo de iriam al costado de un complejo de edificios. Tras verlo en el noticiero matutino, el abogado llama al número de móvil que Carlos le había dejado.
 -¿Carlos? Gracias a Dios me puedo comunicar… ¿Tuviste algo que ver? ¿Qué hiciste? –es difícil explicar cómo alguien puede sonar eufórico y susurrar a la vez, pero ese era el tono con el que le hablaba.
 -Me escapé, doctor. ¿Qué le parece? Cornudo y ahora asesino, pero qué bien me andan todavía las piernas! Hasta pronto. – Y la conversación fue cerrada por la otrora piltrafa humana que de la noche a la mañana había sido regada de confianza y autodeterminación.
   El abogado se queda con el teléfono en la mano, a media cuarta de la oreja, perplejo. Ahora ríe, pensando en la ironía poética y retorcida con que su cliente le había escuchado.

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